Nunca había estado tan angustiado. Su lánguido rostro protagonizó otra vez una de mis pesadillas. Era una doncella oscura, su cabello negro azabache estaba amarrado a un puñal de acero. No se movía, no hablaba, no hacía nada, solo estaba ahí. Todos los días me levanto de la cama a enfrentar la dureza de mi rutina y nada de lo que en el día sucede se relaciona con lo que veo en mis sueños. Estos empezaron hace 2 meses, con exactitud son 66 días, llevo la cuenta. Decidí ir a consultar a un psicólogo, ¡esto verdaderamente asusta! ¿Por qué tardé tanto en decidirme a ser psicoanalizado?, no podría responder eso. Dispuse un día de mi agitada pero aburrida agenda para visitar al loquero, es gracioso este término, lo prefiero así. El día estaba nublado, pero aun así salí en busca del objetivo, y vaya que las cosas tomaron un giro muy interesante. Al ingresar a la sala de espera, miré a todos lados pues aún no era mi turno y al levantar la cabeza, observé en la pared el diploma que acreditaba los estudios del médico y al centrarme en la fotografía me petrifiqué...¡Era ella, mi pesadilla!
Pánico, pánico y más pánico fue lo único que experimenté en los 12 minutos y 38 segundos siguientes a mi descubrimiento, un segundo más tarde, se abrió la puerta del consultorio y salió una mujer obesa de unos 92 kilos, lo calculé, no puedo evitar hacer esas especulaciones. Escuché una dulce voz que decía: “Adelante”. Todo mi cuerpo temblaba, no había experimentado tal sensación antes. Tomé aire y avancé, crucé la puerta y ella amablemente me invitó a tomar asiento y contarle mis problemas. El miedo se redujo pero continuaba ahí. Hablé de mi vida por espacio de 25 minutos y 16 segundos, no había mucho que contar. Ella concluyó la sesión diciendo: “Deberías preocuparte más por tu vida”. Entonces mi mente diseñó curiosas premisas: ¿Era eso una advertencia?. Me retiré del consultorio y camino a casa empecé a estructurar el plan maestro que me liberaría de esta mensajera de la muerte.
Llegué a mi casa, todo estaba en silencio. Me senté y repasé los últimos acontecimientos, ¡No hay duda!, exclamé levantándome de la silla. Busqué en el armario ropa que no haya usado en mucho tiempo y salí a la calle con dirección al consultorio. Esperé por espacio de una hora y 3 minutos a que ella saliera. Una vez afuera, la seguí y tuve extremo cuidado para no ser visto. Su casa estaba cerca, a solo 4 calles y 46 pasos. Vigilé la casa por 4 días, y tomé algunas notas: Vive sola y no sale con frecuencia. También hice algunas anotaciones sobre las casas aledañas.
Ahora el objetivo era distinto, debía conseguir una mejor posición para observar sus actividades diarias. Regresé a mi casa y en un papel dibujé un bosquejo de la zona. Mi conclusión fue que debía ingresar a la casa de su vecino que contaba con dos pisos y un ventanal estratégicamente ubicado. Bauticé esa casa como “La casa vigía”. Solo tenía un habitante: Adulto mayor de aproximadamente 75 años. Mi misión requería de ciertas herramientas, por lo que tuve que adquirir un arma: Una pistola “Desert Eagle” con un efectivo silenciador. Cada día mi mundo era más agobiante, quería terminar con el asunto y volver a mi rutina.
El plan seguía su curso. Cayó la noche y luego de analizar el cronograma de actividades de la zona, elegí la hora precisa y fui a tomar “La casa vigía”. Para ingresar me valí del truco de vendedor ofreciéndole al habitante una póliza de seguro de vida. Al ingresar a su sala, abrí mi portafolio y saqué el arma, apunté a su cabeza y le pedí que se mantenga en silencio. El viejo estaba temblando de miedo pero alcanzó a decir: ¿Qué te perturba muchacho?. Mi cabeza ordenó las frases para responder a la pregunta, sin embargo no quería dar detalle de lo que estaba haciendo para salvar mi vida. Solo respondí: “La muerte ha venido por mí, pero no va a llevarme”.
Los ojos del viejo se abrieron más de lo normal mostrando su temor. Agregué: “Necesito esta casa para vigilar a la mensajera”. El viejo bajó la cabeza y la movió de lado a lado, al parecer no comprendía el porqué de mi proceder. Estaba tomando más tiempo de lo planeado, así que con la mano firme levanté el arma y disparé. Tuve que eliminar el rastro de este homicidio en pro de mi existencia. Y permanecí en la casa vigía por espacio de 2 horas en las que tomé notas de la rutina de la doctora.
Mi misión hasta el momento estaba progresando correctamente. El cadáver del viejo estaba oculto en un armario oscuro que al parecer nadie había usado en años. Me disponía a dejar el lugar pero escuché un ruido afuera. Me escondí en el armario junto al cadáver y fue entonces que ocurrió algo no contemplado en los planes: Alguien ingresó a la casa. Se escuchó: ¡Papá! ¿Dónde estás? Era una mujer. Todo se tornaba más difícil ahora y al ver amenazado mi plan, salí de mi escondite silenciosamente y pude ver a la intrusa en la habitación principal. Me acerqué y le disparé por la espalda sin darle oportunidad alguna de gritar. El viejo tenía familia, preocupado decidí acelerar las cosas. Arrastré el cadáver de la mujer y lo puse también en el sucio armario. Perturbado por las voces de mi cabeza, miraba a todos lados sin atinar a concentrarme en el objetivo principal. Respiré profundo y me enfoqué. La casa de la doctora no era difícil de invadir. Tenía que forzar la cerradura de la puerta trasera y esperar que ella llegue. Al disponerme a salir de la casa vigía, noté desde la ventana que la luz de la habitación estaba encendida. Ella había llegado antes de lo previsto. ¿Qué podía hacer?
Me propuse elaborar un plan alterno para afrontar la nueva situación. Mientras mi cerebro procesaba las nuevas premisas, escuché un ruido que venía de la parte trasera de la casa de la mensajera fatal. Corrí hacia allí, pero para mi sorpresa, la cerradura estaba forzada y la puerta semi abierta.
Entré sin hacer ruido y escuché unos quejidos provenientes de la habitación. Subí y observé la escena fatal. Un hombre alto de unos 40 años tenía a la mensajera de la muerte de rodillas, la estaba sujetando de los cabellos con la mano derecha en la cual empuñaba una daga de acero que se había enredado en la cabellera de la asustada mujer. ¡No te acerques! Me gritó el hombre. Yo solo atiné a bajar la cabeza y mientras mi mente me presentaba una serie de imágenes de mis últimas horas, escuchaba el llanto de ella, ella la doctora, ella la asesina terrible, ella mi condena.
Otra vez con la mano firme sujeté la pistola y, a pesar de la advertencia del hombre aquel que con tono amenazante me dijo: ¡Baja el arma!, disparé dos veces con mucha precisión. El capítulo había terminado, un sueño premonitorio me había marcado y de paso trazó la telaraña de muertes que eran necesarias para que todo concluya con éxito. Pero, ¿Cuál éxito? El éxito de un asesino, el éxito de un ser de alma putrefacta y oscura. El éxito de eliminar a víctimas inocentes.
Ahora,
ella continúa sus sesiones para la recuperación de pacientes con traumas
fuertes. Sí, ella tenía que seguir, pues yo espantado de mi vida, la condené a
vivir. Esa noche fatídica, disparé dos balas, una para el asesino en potencia y
otra para el asesino en serie. El puñal no se bañó de sangre, y yo me liberé de
los sueños para siempre.